En vista que las musas quisquillosas me tienen abandonado, me dispongo a recordar el bodrio que escribí mercenario para un curso de la universidad que acabo de encontrar husmeando en mis cajones...
Mauricio Mendoza Brito – ID 097887
LI 113 02
Redacción III
Figuras retóricas retorcidas
Cuento final
Del fin del mundo en este fin de milenio
Abro los ojos, un único rayo de sol que se cuela por una rendija de las cortinas apunta directamente a mi rostro y me deslumbra. Me siento mal, un agudo dolor de cabeza se incrementa cada vez más, siento nauseas y una sed desesperante. Mi despertador lleva horas sonando sin ser escuchado, aún ahora es ignorado porque en mis oídos solo se escuchan un zumbido. Veo sus manecillas y después de varios intentos por enfocar mis ojos nublados, descubro que he perdido un poco más de medio día tumbado adolorido sobre mi cama.
A mí alrededor flotan cenizos pedazos de papel, la ventana se ha abierto de golpe y la tristeza de este día cerca del fin de milenio entra a la tristeza aún más grande de mi habitación. Un trozo de aquellos papeles cae suave sobre mí estomago, lo recojo y observo que unas cuantas palabras viven en él:
“Sufro del frío mortal
que ronda infame la tierra,
los ángeles han guardado silencio,
a parado el batir de sus alas,
en sus cuencas se vislumbra un pequeño destello,
de arrepentimiento y de gozo,
de duda y asombro...”
No encuentro sentido a lo que he leído, creo que yo mismo lo escribí pues reconozco de mi mano aquellas letras temblorosas y en desorden, pero no tengo la razón de su existencia en su memoria. Lo pongo sobre el escritorio que ha soportado todas mis noches en vela tratando de escribir un cuento para mi clase de redacción. No le doy mucha importancia porque mi cuerpo está a punto de explotar con tanto malestar, y en unos cuantos minutos, lavándome la cara, tomando un poco de agua, lo olvido casi por completo.
Tomo una ducha con agua fría, la lluvia y el viento de ayer acabaron con la flama del calentador. Podría intentar prender la mecha de nuevo pero el viento aun continúa soplando afuera y la verdad no tengo muchas ganas de hacerlo. He roto el protocolo de limpieza matutino, me cepillo los dientes dentro de la regadera y no me rasuro, dejé mis sandalias en algún sitio cerca de mi cama y tendré que regresar descalzo, mi toalla ha caído sobre un charco de agua y tendré que secarme con ella más mojada que yo.
Al acabar el nada envidiable aseo, regreso a mi cuarto con los pies húmedos. Cuando doy el primer paso dentro de la morada nocturna, un pedazo de papel parecido al anterior que ya había olvidado, se pega a la planta del pie derecho. Continúo caminando con el papel pegado y lo despego cuando me siento. Algo me incita a leerlo apelando a mi desinterés:
“Me encuentro solitario desde la cuna,
confundido al extremo,
he despertado de una pesadilla real,
me envuelve la capa de la aurora
convertida en noche perpetúa
que absorbió incluso las estrellas,
el cielo no sonríe más,
el sol cerro sus ojos para siempre...”
Pienso en la relación con el anterior pero sigo sin encontrarle sentido, creo que es una coincidencia y lo deposito a un costado de mi almohada, sobre la cama que ha soportado mis más dulces pesadillas y mis más horribles fantasías.
Prendo la luz, afuera, a pesar de ser el principio de la tarde, solo hay oscuridad y el viento ha dejado de soplar, parece que una tormenta mayor a la de ayer se acerca. Me dispongo a vestirme, he encontrado mis sandalias y me dirijo al montículo de ropa sucia arrinconada en una esquina, llevo varios días sin lavar y parece que hoy sumara uno más. Escojo el pantalón menos sucio y la playera menos arrugada, al levantar ambas prendas otro trozo de papel aparece, cae al suelo. Lo recojo rápido para leerlo:
“Mis pies se aferran al piso
cubierto de una alfombra blanca
manchada de sangre por completo,
como si fuese esta el hilo de su tejido,
sobre el suelo yacen tendidos
millones de cuerpos desgarrados,
mas allá del horizonte de mi vista,
en todas direcciones,
sobre mares y montañas,
sobre pastos y arenas,
en ciudades y campos,
en casas y calles,
hasta el fondo
del abismo de lo imaginable...”
Una sensación de vértigo recorre veloz mi cuerpo y empiezo lento a caer. Cuando me recupero del duro golpe corro a buscar los otros dos trozos de lo que parece un poema deprimente. Los encuentro juntos pegados de tal forma que suena imposible creer que alguna vez existió una ruptura, sobre el escritorio esta aquella misteriosa hoja amarillenta, confusa. Coloco el nuevo trozo donde parece que pertenece y me doy cuenta de que no percibo ruido alguno.
Distraigo la atención del poema, me asomo por la ventana que ahora permanece cerrada. Esta completamente oscuro, no con esa oscuridad que provoca la ausencia de luz, más bien es como la oscuridad de la “nada”. El temor brota de las paredes, me acorrala, me envuelve cubriendo mi desnudez. Me doy cuenta que poseo un trozo de papel en la mano y temblando lo miro:
“Descubrí que una hoz
pintada de rojo intenso
reposaba en mis manos,
mis puños la abrazaban
entonces vislumbré
mi momento olvidado de locura,
donde como huracán
creí recorrer el mundo matando;
nunca pensé que fuera yo el holocausto
DESGARRO CON LA CUCHILLA MI CUELLO...”
Al pronuncia la última palabra el piso comienza a temblar, arriba – abajo – derecha – izquierda - adelante – atrás. Apenas puedo mantenerme en pie, el temor se convierte en terror y estallo en llanto, el dolor es tan grande que casi no lo siento. Apoyo mi mano sobre el escritorio y me doy cuenta de que solo existe una hoja sobre él, coloco el pedazo que aún conservo en la mano y aprecio como se va uniendo milimétricamente como los demás.
El movimiento se hace más rápido y entiendo que no importando como termine todo esto, debo finalizar de leer. Dirijo mis ojos al suelo, está lleno de papeles y solo por el color amarillento encuentro el trozo faltante, lo tomo entre mis manos y leo:
“Entonces, cuando caigo lento
hacia los cuerpos,
con mi último aliento,
vi que sus rostros me miraban
desfigurados por la ira,
y cada uno de ellos
poseía en la mano,
una hoz pintada de rojo intenso...”
La calma y la tranquilidad regresan, parece que nunca hubo movimiento. Me tranquilizo un poco y admiro, sin miedo en mi alma, como todo va desapareciendo, primero las cosas pequeñas y luego las grandes. Busco la puerta para salir pero no la encuentro, no está en ningún muro, de hecho los muros y el techo ya no están tampoco. Solo quedamos el piso y yo, pero incluso el se está desvaneciendo, me está abandonando poco a poco.
Ya no hay nada en que pararme o sostenerme, aun así no floto, la tranquilidad es absoluta y desearía que continuara por siempre. Empiezo a dejar de ver mis pies, luego las piernas y así sucesivamente hasta que no logro ver más, absolutamente nada existe, ni siquiera mi propio respiro...
Abro los ojos, un único rayo de sol que se cuela por una rendija de las cortinas apunta directamente a mi rostro y me deslumbra. Me siento mal, un agudo dolor de cabeza se incrementa cada vez más, siento nauseas y una sed desesperante. Mi despertador lleva horas sonando sin ser escuchado, aún ahora es ignorado porque en mis oídos solo se escuchan un zumbido. Veo sus manecillas y después de varios intentos por enfocar mis ojos nublados, descubro que he perdido un poco más de medio día tumbado adolorido sobre mi silla y recostado sobre mi escritorio.
Afuera el día está soleado como si me quisiera brindar una oportunidad más de cambiar, la televisión esta prendida, es 1 de enero del 2000, un resumen de lo más importante ocurrido en el siglo es lo que veo. Guerra, enfermedad, hambre, odio, ambición, sangre, muerte...
Pienso en mi sueño queriendo volver a él, a la tranquilidad, al silencio. Volteo hacia el escritorio, la misteriosa hoja amarillenta parece decir algo. El zumbido en mis oídos se transforma en palabras:
“Sufro del frio mortal
que ronda infame la tierra...
...y cada uno de ellos
poseía en su mano,
una hoz pintada de rojo intenso...”
Al escucharse la última frase, la misteriosa hoja amarillenta desaparece y yo vuelvo a despertar...
Inflamadorate en el fin del milenio pasado...